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           Al ver de lejos la casa, entre el espeso bosque de las colinas, nadie se imaginaría las fiestas que mi padre es capaz de convocar. Al verla de lejos. Pero al cerrar los ojos y oir el murmullo del bosque, desde el pueblo, se pueden escuchar los tambores, las flautas, los gritos, las risas y la algarabía. Nuestra casa queda en mitad de la montaña, y solo se accede a ella a través de un pequeño camino que únicamente acepta a aquel que ha sido invitado. Llevamos dos días recibiendo los caballos y las comitivas de los invitados a nuestra fiesta. Los generales y las personalidades más importantes del imperio. Mi padre tiene una razón de peso para acoger a semejantes invitados en nuestra casa: me uno formalmente a una de las legiones del Ejército romano.

 

Soy Aníbal y tengo 22 años, y desde hace un tiempo, cuando inicié el servicio militar, he estado despidiéndome del famélico cuerpo insulso de mi adolescencia, y acostumbrándome a mis brazos fornidos, a mi vientre marcado, mi pechos fuertes y tirantes, a mis gruesas piernas y a la barba incipiente pero ahora uniforme, que cubre y define mi rostro viril. Mi padre dice que seré uno de los más grandes generales del Imperio.  ¿Por qué no? Soy inteligente, hábil, rápido, fuerte, y además soy atractivo. Soy popular. Muchos han llegado al recinto de mi padre ofreciéndome a sus hijas como esposas. Pero mi padre me entiende: sabe que no quiero comprometerme con nada todavía. Quiero probarlas deliciosamente a todas sin necesidad de dedicarle mi amor o fidelidad a una de ellas. Él lo entiende, y por eso ha llenado esta fiesta de deliciosas jovencitas blancas, exuberantes esclavas negras y morenas, todas dispuestas y atraídas por mi fama, mi cuerpo y mi reputación.

 

Estoy ligeramente ebrio. Llevamos dos días de fiesta. Mi padre dice que las fiestas deben durar tres días y dos noches, para que se cumpla con el protocolo de invitar a las personalidades más importantes – que son a veces las más aburridas – y hacer un filtro para que los que deseen quedarse a la segunda noche, los más divertido, puedan darle rienda suelta al desenfreno. Por eso las fiestas de mi padre son populares. Todos reciben lo que quieren recibir.

 

Estoy ligeramente ebrio, y trato de mantener mi compostura recibiendo a los invitados que se acercan el día de hoy. Estoy más alegre que ayer. Feliz de ver cómo los aburridos se despiden, y cómo las mujeres hermosas y los demás generales empiezan desde el atardecer a beber vino de forma descontrolada. Entre los invitados de hoy llegaron dos hermanas. Sus dorados cuerpos se acercaron cortésmente a mostrar sus respetos y a saludarnos. Tenían flores en el pelo rizado, sus túnicas blancas y ligeras dejaban ver sus senos esculturales, un par muy grandes, y el otro par muy pequeños, los ojos inmensos, los labios carnosos. Eran el complemento perfecto la una para la otra, y lo sabían. Se tocaban disimuladamente entre ellas en el cuello, se cogían de las manos. Como para que uno intuyera que las insinuaciones y el coqueteo, darían como resultado un amor doble. Les sonreí, y a una de ellas le sostuve la mano un segundo más de lo convenido con un ligero apretón en uno de sus dedos. Ya nos vemos en la fiesta. Ya veremos qué pasa.  Mi padre se encargó de darme a conocer todos esos pequeños secretos. Y se ha encargado de que yo experimente lo suficiente como para honrar mi nombre y el de la familia en el campo de batalla, y en el sexo. A los catorce años tuve mi primera mujer, y desde ahí he experimentado un sin número de encuentros que han fortalecido mi confianza, han enorgullecido mi cuerpo, y han adiestrado mi miembro como un potente generador de placer.

 

Así quiere verme mi padre, pero yo ya estoy ligeramente ebrio y debería contar la verdad.

 

Ahora que mi padre ha empezado a dejarme el trabajo de conseguir a las mujeres – antes él me las entregaba todas, felices y dispuestas, aunque yo sabía que eran serviles esclavas que cumplían con sus deseos para satisfacerme -, ahora que él espera y confía en que yo consiga mi propio alimento, me tengo tanta desconfianza en el acto sexual como lo tendría en una gran batalla. Hasta ahora solo he librado pequeñas campañas, conquistas menores. Ninguna batalla cuerpo a cuerpo importante. Nada que me ponga a prueba. Lo mismo me ocurre en el sexo, y aunque he tratado de mentir para afianzar mi autoimagen, soy lo suficientemente sensible como para adivinar la insatisfacción de las mujeres cuando termino de poseerlas. El silencio después de que eyaculo sobre sus cuerpos. Una venia cordial o una sonrisa hipócrita, y el abandono. No es cuestión de tamaño… ya que en eso tengo muy buenas dimensiones, pero sin embargo; nunca he repetido un encuentro sexual con una mujer. Pero al ver a las mujeres que hoy se acercan a nuestra casa, a las hermanas que se toquetean y me miran de lejos, siento la obligación de demostrarle a mi cuerpo, y a ellas, que soy capaz de de llevarlas a horas eternas de placer. Quiero que me pidan más, que me supliquen por que las vuelva a penetrar, a rozar con mis labios sus cuerpos y que se ericen de placer durante días, sometidas a mi lujuria. Sin embargo se que es cuando uno deja que el instinto animal lo invada y lo posea sin pensar en causas ni consecuencias, cuando se obtiene mayor placer. Por eso hoy, en honor a la segunda noche, voy a beber vino hasta desinhibirme lo suficiente (no demasiado, también he aprendido que no queda uno muy vigoroso después del vino), y voy a dejar fluir mi cuerpo entre los secretos de esas dos hermanas. Es mi meta. Soy el homenajeado. Soy el rey de la fiesta. ¿Quién puede decirme que no?

 

Estoy ansioso, tratando de ver hacia dentro de la casa para ubicar a las hermanas que deben estar en medio de charlas y comidas. Llenando también sus gargantas de vino, como todos. No veo ninguna otra carroza o caballo venir por el camino, y aunque  mi padre me ve ansioso, y sabe por qué, no me deja entrar para empezar a gozar de la fiesta y terminar con este acto protocolario. Todavía nos falta alguien, me dice mi padre, con los ojos ansiosos puestos al final del camino. Hago un gesto de displicencia y él me contesta con una sonrisa cómplice que me convence. Una mujer, pienso. Mi padre me tiene ya preparada una mujer, y mi cabeza empieza a dibujar imágenes de las hermanas y de otra rubia hermosa, un poco mayor, besándose y revolcándose encima de mi cuerpo.  La imaginación se apropia de mi sangre y mi miembro palpita y se levanta: cubro con mi capa la erección, y agarro con mi mano disimuladamente mi miembro para sentir su rigidez, lo que me calienta todavía más, mientras espero que aparezca el regalo de mi padre en el camino. Ahí viene, dice él. Y yo veo un caballo poderoso levantar el polvo de tierra del sendero dibujado por las luces naranjas del crepúsculo. General, dice mi padre desde lejos. General Marco Trajano. Y se dispone a recibirlo. Marco Trajano es uno de los generales con más victorias en la historia de las legiones romanas. Fuerte, temerario. Y tan popular como yo espero serlo algún día. Es el reflejo de lo que mi padre augura de mi destino. Es solo un poco más alto que yo, pero sus hombros son increíblemente anchos, su espalda es gruesa, vigorosa, firme. Su barba poblada y densa como sus cejas. Sus piernas repletas de pequeños vellos desde los muslos, y sus ojos tienen la sombra  de la experiencia dibujada en ellos, y el ansia de placer dibujada en su constante sonrisa. Se baja sudoroso del caballo, con su armadura dorada brillante, sus correas de cuero, su casco macizo y sus pesadas pieles. Saluda con respeto a mi padre y a mí me coge con sus manos enormes y me aprieta por los hombros, estrujándome, felicitándome, haciéndome sentir diminuto ante su fortaleza. Copio su gesto con mis brazos, tratando de llegar a sus hombros, como se acostumbra, sintiendo sus enormes músculos montañosos. Con el saludo, mi capa se mueve y deja ver la erección que imaginaba el trio de hermosas mujeres, y que todavía no había desaparecido. Él ve el monte que sobresale de mi túnica. Me mira, levanta una ceja, sonríe. “Bueno: empezó la fiesta”, y me da una palmada en el hombro y sigue hacia la casa dirigido por mi padre quien no puede disimular su emoción. Aprovecha, tienes mucho que aprenderle.

 

Me emociona conocer por fin al general, para que me vea, me reconozca, para que me enseñe sus gestos, sus movimientos, su conversación, sus historias. Y sin embargo me desalienta, primero, que ahora tenga que encargarme de observarlo y que mis objetivos sexuales de la fiesta se pierdan. Y segundo, que de ahora en adelante me reconozca como Aníbal: el niño de la erección.

 

Ya no estoy ligeramente borracho. Con el saludo y la vergüenza, estoy lejos de sentirme potente y desinhibido. Entramos en la casa donde ya han llenado nuevamente las mesas con todas las comidas del mundo, y las tinajas de vino con el licor fresco y delicioso. Empezamos todos a comer, a beber, a reír, a saciarnos. Como si estuviéramos preparando nuestros cuerpos para el destino placentero de la noche. Marco se ha ido a uno de los rincones, rodeado de hermosas mujeres, y de novatos soldados que escuchan admirados sus historias, cautivados por su sonrisa y por la levedad del vino escurriéndose por su barba. Las hermanas, en un grupo de solo mujeres, se ríen estrepitosamente y sus mejillas sonrojadas revelan la posesión del vino en sus cuerpos. Yo, mientras tanto, estoy en el grupo de mi padre. Rodeado de gordos ancianos ebrios en sus túnicas blancas, evocando tiempos pasados que no me interesan en absoluto. Veo que las hermanas, con su mirada pícara y su caminar sincrónico avanzan hacia el rincón donde el general continúa con sus chistes. Quiero estar allá, con ellos, con ese grupo joven y vigoroso del rincón, pero permanezco estático por la vergüenza de mi anterior erección. Bebo. Bebo. Bebo.

 

¡Aníbal! Grita una voz poderosa y masculina. ¡Aníbal! Es él. El general Marco me llama desde el otro lado de la casa y me invita con sus ojos pequeños y pervertidos a hacer parte  de  su grupo. Ven que estas hermanas te quieren preguntar algo. Me emociono. Me levanto y siento cómo mi cuerpo se tambalea levemente. Trato de mantener la línea recta hasta las hermanas, hasta Marco. Cuando llego al grupo, el general dice en voz alta: no van a creer lo contento que se puso Aníbal de verme. Haciéndome sonrojar frente a todos, y con una sonrisa socarrona y cómplice, pues el mensaje era tan cifrado y el momento tan privado, que solo él y yo podíamos entenderlo.

 

Estoy muy ebrio. Hemos acabado con todo el vino, y el vino ha acabado con todos nosotros. La música sigue sonando y resonando intensa en los cuerpos de los invitados, ahora desdibujados por las pupilas vacilantes del vino, e iluminados lascivamente por las fogatas. En las esquinas de la casa, como en nuestro grupo, los bailes, las risas y los roces de los cuerpos son cada vez más liberados, lujuriosos. Los pezones sensibles de las mujeres se endurecen y las túnicas de los hombres se ven adornadas por incontenibles erecciones. En nuestro rincón, no hay tema de conversación o palabra que Marco diga que no genere una risa general, un acercamiento de una mujer hermosa a besar su densa boca. Las hermanas están sobre mí. Igualando de cerca el palpitar de mi cuerpo. Respondiendo a mi agitada respiración. El general Marco sonríe siempre que me ve, complacido de mi premio doble: de las dos mujeres hermosas que rodean mis piernas con sus sexos calientes. Ahora muestro mi erección con orgullo, como todos los hombres que me rodean, disponiéndola al tacto de cualquier mano curiosa o como tema de conversación. Las pieles que están sobre el cuerpo de Marco, no permiten ver su miembro, que está siendo ahora manipulado por una mujer cuyo brazo desaparece debajo de su túnica, con un vaivén alegre y constante, mientras él sonríe y besa los labios de quien se los ofrezca. Quiero seguir viendo, pero las hermanas empiezan a besarme desenfrenadamente. Me dirigen las manos hacia sus senos endurecidos, me palpan el sexo y lo dibujan con sus cuerpos sobre mi túnica blanca, y yo me excito con sus juegos y con sus besos. Cuando abro los ojos, Marco y su séquito de hombres y mujeres semidesnudas no están. Empiezo a buscarlo con la mirada por todos los rincones de la casa, tratando de descubrirlo entre las orgías oscuras que la invaden, pero no encuentro su voluminoso cuerpo. De pronto lo veo desaparecer detrás de los velos que llevan a las cámaras del baño turco, seguido por las mujeres voluptuosas y por un par de jóvenes hermosos y de facciones delicadas y gruesos labios rosados, todos alegres, danzando al ritmo del vino que recorre su sangre. Detengo los besos de las hermanas, y las conduzco como puedo hacia otra cámara, tratando de igualarme a la experiencia del general.

 

En la mitad de la cámara, el estanque caliente nos espera, ligeramente teñido con el vino que algún ebrio descuidado y lujurioso, como nosotros, derramó en el agua. Las hermanas, sin quitarse sus túnicas, bajan lentamente la escaleras y entran en el estanque,  y empiezan a besarse húmedas y tentadoras en medio del agua, mirándome de reojo, invitando a mi cuerpo a unirse. La transparencia de sus túnicas revelan la piel tersa: los senos firmes y enormes de una, y pequeños y ansiosos de la otra. El agua resbala por sus cuellos, por su entrepierna dibujando el monte de su sexo y el resplandor de sus nalgas. Libero mi miembro de su túnica, de su prisión y descubro mi cuerpo desnudo ante las alegres jovencitas sonrientes y macabras, indomables. Abren los ojos emocionadas al ver el tamaño de mi sexo, blanco y erguido, caliente y joven. Me invitan a unirme a ellas entre el agua mientras se rozan delicadamente los pezones la una a la otra. Me hundo en el agua y las beso con pasión y propiedad, agarrando sus cuellos, sus espaldas, atrayéndolas hacia mí con mis manos puestas en las hermosas hendiduras del final de su espalda. Ellas me masturban, me rozaban los testículos. Me muerden el pecho y las orejas. Me sientan en el estanque dejando mi cabeza y mis brazos por fuera del agua, y mis piernas y mi sexo sumergidos y cálidos. Ellas desaparecen como sirenas en el agua, y siento cómo sus bocas me chupan y muerden como peces lujuriosos mis pies, mis piernas. Siento mi sexo abrazado, cobijado por el calor de sus bocas. Me retuerzo en un placer incontenible. Tan pronto veo que una de ellas sale del agua para tomar aire, la agarro fuertemente de las caderas. Y abro sus piernas violentamente, saco mi miembro de la sirena que permanecía debajo del agua, y penetro a la que tengo encima de mí. Gime sorprendida por el tempestuoso gesto, mientras asimila a la fuerza la dimensión de mi pene joven y vigoroso. Termino dentro de ella, sintiendo cómo el agua caliente acaricia mis testículos temblorosos y vibrantes, exprimidos.  Gimo de placer y abro los ojos con el equívoco intento de lucir sensual y varonil. Ella, absorta, saca mi pene de su cuerpo y se limpia un poco con el agua. Ella no había terminado. A la otra ni siquiera la toqué. Permanecen dándome unas insulsas caricias, esperando que mi cuerpo responda a sus estímulo. Trato de ocultar mi impotencia con antipatía, y ellas se miran y hacen un gesto, escondiendo una risa nerviosa y una profunda decepción. Disimuladamente, y evitando recibir preguntas, salen del agua, cogen sus ropas y desaparecen entre los velos inquietos. Permanezco un rato más bajo el agua, consumido una vez más por la culpa y la vergüenza. Enfriándome en la cámara, con mi sexo arrugado y contraído. Impotente.

 

De repente escucho los gemidos de placer desenfrenado en la cámara contigua. Todavía se escucha una ardiente orgía en el baño turco donde el general y su séquito permanecen. No soporto la curiosidad y salgo desnudo del estanque, atravieso los velos, y veo a las hermanas entrar a la cámara donde los vapores del sexo y del agua se confunden. Me acerco nerviosamente a los velos del turco y adivino entre las sombras y las nubosidades, los cuerpos agitados, sinuosos. Las pieles mezclándose sin dueño entre los sexos, entre las bocas. Veo la espalda del general, amplia, sudorosa, con los músculos perfectamente dibujados y cambiantes ante cada pequeño movimiento de su cuerpo. Sus manos enormes parecen repetirse en todos los cuerpos. Está con todos y todos están con él, convocando al unísono un placer final, sonoro, ruidoso, estridente. Espero a que los sonidos terminen y llegue la calma. Mi sexo se erige nuevamente un poco, pero no lo atiendo. Lo desprecio. Desprecio mi inutilidad. No puedo creer que mientras él, el general, es capaz de soportar los cuerpos de hombres y mujeres, encima, debajo, todos bebiendo de su placer, regodeándose con los jugos de su lujuria, yo no soy capaz de satisfacer a dos mujeres hermosas, completamente dispuestas para mí. ¿Qué hace falta por aprender?

 

Silencio. La faena parece haber terminado por fin. Me asomo silenciosamente a través de los velos y del vapor. El ambiente huele a sexo, sabe a sexo. Un olor penetrante que se absorbe por cada uno de los poros de mi cuerpo desnudo. Poco a poco y de forma confusa empiezan a aparecer los cuerpos blandos, dormidos y completamente satisfechos. Unos encima de otros, dentro de otros. Brillantes: saciados. Aníbal. Escucho la voz del general. Trato de quitar el vapor del ambiente con mis manos y avanzo hacia donde siento que proviene la voz. Veo la silueta enorme del general, maciza. Es el único cuerpo erguido sobre la multitud de cuerpos dormidos y rendidos ante él. Está sentado, mirándome, con sus ojos pequeños y su sonrisa picarona. Satisfecho. Conocedor de su triunfo y adivinador de mis decepciones. Me acerco un poco más y alcanzo a ver el tamaño de su enorme miembro, descolgado entre sus piernas, moreno, grueso, imponente, orgulloso.

 

Aquí estás las hermanas. Y las señala con la mirada. Las veo tendidas, como siempre una junto a la otra, completamente satisfechas. Y vuelvo a pensar en mi impotencia.

 

Se divirtieron, por lo que veo. Digo de forma resignada, tratando de disimular, sin éxito, mi incomodidad. Acércate, me dice. Y me acomodo cerca de él, sintiendo el olor del sudor animal todavía exhalando de su cuerpo, de sus axilas y de su entrepierna, y me invita a que le cuente con detalles lo que me aflige, mientras pasa su brazo enorme sobre mis hombros, para que yo le hable al oído. Le cuento el episodio del estanque, las sirenas, mis movimientos, mi prematuro placer.

 

Las quise dominar, darles todo el placer que podía, todo el placer que mi cuerpo albergaba. Me sentí potente, enorme.

 

¿Y pensaste por un momento lo que ellas querían?

 

No sé qué responder. Él no me deja responder. Te voy a enseñar algo, me dice. Me agarra de ambas manos como si fuera un muñeco, y con su fuerza descomunal me mantiene erguido con los brazos hacia el cielo, mientras suelta un lazo que sostiene desde el techo una de las lámparas candentes. La remueve y coge el lazo para amarrarme las manos. Intento reclamar, pero no puedo. Él no me deja. Juega con mi cuerpo, acomodándome a su antojo y dejándome con los brazos arriba, desnudo, con las puntas de los pies tocando ligeramente el suelo del baño turco. Perdiendo el equilibrio. Me asusto, intento gritar, pero él coge una de las túnicas sudorosas y me amordaza. Desaparece entre los vapores. Silencio. Siento mi cuerpo alterado, lejos de cualquier especie de placer. Qué le pasa, qué es lo que quiere hacer conmigo. El aire del turco se vuelve aun más denso, más caliente. Lentamente la atmósfera sofocante se rompe con la cercanía de su cuerpo. Siento su espalda prominente, los músculos de sus brazos, los vellos de sus piernas. Lo siento todo, pero él no aparece. No me ha tocado y yo lo siento como si fuera parte del aire que me absorbe. Siento el contacto leve de su lengua contra mis piernas, contra mis orejas, contra mi boca. No lo veo. Él va y vuelve como un fantasma mientras mi cuerpo, con cada contacto empieza a extrañarlo más y más, a desearlo. Siento el roce de sus piernas, el suave contacto de sus manos enormes, los vellos de su vientre, su sexo palpitante. Mi pene crece súbitamente - como está acostumbrado -  y busca inmediatamente un espacio donde saciarse. Pero el lento ritual continúa por unos cuantos minutos. Los leves contactos, y mi cuerpo desesperado, angustiado. Siento su aire en mi oreja.  Calma. ¿Calma? ¿Calma? ¿Cómo quiere que me calme? Jamás me había sentido tan excitado, y lo único que quiero es sumergirme en algún cuerpo caliente. Cierro los ojos tratando de contenerme.  Siento llegar la eyaculación. Mi cuerpo no soporta más a pesar de no haber tocado a nada ni a nadie. De repente el fantasma aparece en frente de mí. Con sus cejas, gruesas, sus ojos pequeños y su sonrisa. Ve mi cara rendida del placer, de la tortura. Remueve la mordaza y sin quitarme la vista de encima, hace un chasquido con sus dedos, una señal. Siento el lento contacto, que como quemaduras placenteras empiezan a subir por mis pies. Las múltiples bocas que se adhieren a mi sexo, a mi ano, a mis nalgas, a mis piernas. Los cuerpos que hace un momento estaban rendidos en el suelo, se erigen como un solo ser: un monstruo de pieles, de senos, de nalgas, de saliva comandado por el experto general que con su mirada fija me excita y me gobierna. Me besan por todos los rincones de mi cuerpo. De repente, la mirada de la hermana que no toqué antes, que se había sumergido como sirena en el estanque y que había quedado ansiosa por saciarse conmigo aparece entre el general y yo, me besa apasionadamente y baja su cabeza hasta llegar a mi miembro. Remueve todas las bocas y se apropia de él con su saliva y con su calor. Luego da la vuelta, dándome la espalda. Ofreciéndome su sexo abierto y lúbrico. Yo no me puedo mover. No sé dónde están mis piernas, no sé cómo dirigir mi cadera hacia ella. Siento la mano enorme y sabia del general tomando mi sexo caliente e introduciéndolo en ella, con delicadeza y decisión, mientras ella se retuerce de placer. El general conduce la boca liberada de la mujer hacia su propio miembro enorme y potente. Ella lo chupa. Y él, con un solo gesto de sus brazos me libera de la cuerda que me suspendía en el aire. Siento mi peso soportado por la maraña de cuerpos agitados, sumándose al ir y venir de sus palpitaciones. No tengo que pensar en nada. Los movimientos de la masa me hacen penetrar a la sirena una y otra vez con el ritmo y la intensidad precisos. Mis manos, ahora liberadas se agarran del cuello del general que no me quita los ojos de encima. Me sostengo de su nuca musculosa, sintiendo los latidos de sus venas. Me intimida la cercanía de su cara. Agacho mi cabeza, y siento su boca abierta entre mi pelo, apretando sus dientes contra mi cuero cabelludo. Dominándome. Enseñándome el verdadero sentido del placer. La histeria es colectiva y desmesurada. Y después de una exhalación profunda, de un orgasmo explosivo y doloroso, la torre de cuerpos que el general, la sirena y yo coronamos, se suspende un segundo en el tiempo, y luego estalla como si nuestros cuerpos se hubieran convertido en las partículas del aire caliente: una explosión de agua, de fluidos y de carne.

 

El aire sofocante siguió saliendo de la alberca, con el olor de las hierbas exóticas mezclado con todos los hedores humanos. Nosotros, como gotas de agua trémulas e inmóviles, permanecimos en el suelo, hasta que nos despertó la mañana, que iluminó los cuerpos desnudos, y nuestras leves sonrisas.

 

Nadie, nunca, jamás. Ni siquiera cerrando sus ojos y aguzando su oído como el lince más experimentado, se imaginaría las fiestas que mi padre es capaz de convocar…

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