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     Alejandro compartía su apartamento con otro hombre mucho más joven, Juan. 

 

Un día, Juan llevó al apartamento a una bella jovencita que había encontrado vagabundeando por la calle. Se había dado cuenta de que no era una prostituta. La chica apenas tenía dieciocho años, llevaba el pelo corto, como los muchachos.  

Y su cuerpo era juvenil, con los pechitos muy puntiagudos. 

Había contestado en seguida a las palabras de Juan, pero con cierto aturdimiento. 

 

—Me escapé de casa —dijo. 

 

—¿Y ahora dónde vas? ¿Tienes dinero? 

 

—No, no tengo dinero ni a dónde dormir. 

 

—Entonces, ven conmigo —. Te puedo dar de cenar y una habitación.

 

Ella lo siguió con increíble docilidad. Conversaron amigablemente durante el camino.

 

—¿Cómo te llamas? 

 

—Angélica. 

 

—Vaya, nos vamos a llevar muy bien. Yo me llamo Juan.

 

El apartamento tenía dos habitaciones, con enormes camas dobles. 

 

Al principio, Juan pretendía únicamente ayudar a la chica y se acostó en la cama de Alejandro. Éste no había vuelto aún. Viendo el desamparo y la confusión de la jovencita, Juan no sintió ningún deseo, sino una especie de piedad. 

 

Le hizo la cena y le dijo que se fuera a dormir. Le prestó una pijama, la condujo al dormitorio y la dejó lista para el sueño. 

 

Poco después de haberse metido en el dormitorio de Alejandro, oyó que lo llamaban. Angélica estaba sentada en el borde de la cama, con aspecto de niña triste, y le pidió a Juan que se sentara a su lado. Le dijo que le diera las buenas noches con un beso. 

 

Sus labios eran inexpertos. Le dio un beso educado e inocente, pero que excitó a Juan. Él prolongó el beso y puso dulcemente su lengua en la tierna boquita de la joven. Ella se lo permitió con la misma docilidad que había demostrado cuando lo siguió a casa. 

 

Entonces Juan se excitó. 

 

Se acostó a su lado. Ella parecía complacida. Juan estaba un poco asustado por la juventud de la chica, pero no podía creer que siguiera siendo virgen. La forma como lo había besado no era una prueba. Había conocido muchas mujeres que no sabían besar pero que eran diestras para seducir a un hombre y recibirlo con gran hospitalidad. 

 

Juan comenzó a enseñarle a besar. 

 

—Dame la lengua cuando yo te dé la mía —. Angélica obedeció. 

—¿Te gusta? —

 

Ella asintió con la cabeza.

 

Entonces, mientras él la observaba acostado de espaldas, ella se levantó apoyándose en el codo y muy seriamente sacó la lengua y la puso entre los labios de Juan. 

 

Eso le encantó a él. 

 

Angélica era una buena alumna. Le hizo mover la lengua y sacudirla. Estuvieron pegados el uno al otro largo rato sin que Juan probara otras caricias. 

 

Luego, le exploró los pechos. Ella respondió con pellizquitos y besos. 

 

—¿Nunca habías besado a un hombre? —preguntó Juan, lleno de incredulidad.

 

—No —dijo Angélica muy seria—. Pero siempre he querido hacerlo. Por eso me escapé. 

 

Sabía que mi mamá seguiría escondiéndome. Mientras  ella recibe hombres a toda hora. Mi mamá es una mujer es muy hermosa y a veces vienen hombres a la casa y se encierran largo tiempo con ella. Pero nunca me deja verlos. Ni siquiera me deja salir sola a la calle. Y yo quiero tener unos cuantos hombres para mí. 

 

—¿Unos cuantos? —dijo Juan riendo

 

— ¿No te basta con uno?

 

 —Todavía no lo sé —Tendré que probar...

 

Luego Juan concentró toda su atención en sus pechos firmes y puntiagudos. Los besó y los acarició. Angélica lo observaba con gran interés. 

 

Después, cuando se tomó un descanso, ella le desabotonó inesperadamente la camisa, apoyó sus jóvenes senos contra el pecho del hombre y se restregó exactamente igual que una gata en celo. 

 

Juan estaba sorprendido de su talento para el amor. Avanzaba de prisa. 

 

Los pezones habían sabido cómo rozar delicadamente su piel, cómo restregarse contra su pecho y excitarlo. Así que ahora él empezaría a desnudarla y comenzó por soltarle el cierre de la pijama. 

 

-Apaga la luz, por favor. Dijo Angélica. 

Alejandro llegó a casa a media noche y, al pasar por delante de la habitación, oyó los gemidos de una mujer, que reconoció como los sonidos propios de un orgasmo. 

 

Se detuvo. 

 

Se imaginaba la escena al otro lado de la puerta. Los gemidos eran rítmicos y luego, a veces, como el zureo de las palomas.  Alejandro no pudo evitar oírlos. 

 

Al día siguiente Juan le habló de Angélica.

 

 —Sabes —, yo creía que sólo era una jovencita y resultó ser... ser virgen ¡Virgen!, pero no te imaginas su habilidad para hacer el amor. Es insaciable. Me dejó agotado. 

 

Después se fue a trabajar y estuvo afuera todo el día. 

 

Alejandro se quedó en el apartamento. 

 

A mediodía apareció Angélica, con mucha timidez, y le preguntó si iba a almorzar. Así que almorzaron juntos. Después de comer desapareció hasta que volvió Juan. Lo mismo ocurrió al día siguiente… y al siguiente. 

 

Angélica era tan apacible como un ratón. Pero todas las noches Alejandro oía los gemidos y los canturreos, el zurear de palomas, al otro lado de la puerta. 

 

Al cabo de ocho días, se percató de que Juan se iba cansando. El noveno día Juan estuvo fuera toda la noche. Angélica fue a despertar a Alejandro. Estaba alarmada. Pensaba que Juan había tenido algún accidente. Pero Alejandro sospechaba cuál era la verdad. En realidad, Juan se había cansado y quería informar a la madre de la huida de su hija. Pero no había conseguido que Angélica le diera la dirección. Así que simplemente se alejaba, se escapaba. 

 

Alejandro intentó consolar a Angélica lo mejor que pudo y luego volvió a la cama. 

 

Ella vagaba sin rumbo por el apartamento, cogiendo libros y dejándolos, intentando comer, llamando por teléfono a la policía. Entró a todas horas de la noche en la habitación de Alejandro para contarle sus preocupaciones; se quedaba mirándolo, en silencio, indefensa. Al fin se atrevió a preguntarle: 

 

—¿Crees que Juan no quiere que siga aquí?        ¿Crees que debo irme? 

 

—Creo que deberías volver a tu casa. —dijo Alejandro, indiferente y con ganas de dormir. 

Pero al día siguiente ella seguía en el apartamento y una cosa alteró la indiferencia de Alejandro. Angélica se sentó a los pies de la cama para hablarle. Llevaba un traje muy fino, que parecía un perfume que la envolviera, un simple velo para retener el perfume de su cuerpo. Era un perfume complejo, tan fuerte y penetrante que Alejandro apreciaba todos los matices: el olor fuerte y amargo del pelo; las pocas gotas de transpiración del cuello, de debajo los pechos y los brazos; su aliento, a la vez ácido y dulce, como una mezcla de limón y miel; y en el fondo el olor de su feminidad, que el calor del verano avivaba como reaviva el olor de las flores.

 

Alejandro fue consiente de su propio cuerpo, sintió la caricia de la pijama abierta sobre su pecho, deseando que tal vez Angélica percibiera su olor tanto como él olía el de ella.

 

De pronto, el deseo del hombre se afirmó con violencia. Tiró de Angélica hacia él. La hizo deslizarse a su lado y le notó el cuerpo a través del delgado vestido. Pero en el mismo instante se acordó de cómo Juan la hacía gemir y suspirar en las noches, y se preguntó si él también podría. 

 

Nunca antes había escuchado a otro hombre que estuviera haciendo el amor, ni había oído tan bien los sonidos de una mujer en el momento de agotarse de placer. No tenía ninguna razón para dudar de su propia potencia. Tenía amplias pruebas de su éxito como amante eficaz y satisfactorio. 

 

Pero esta vez, cuando comenzó a acariciar a Angélica, cayó preso de la duda, con tanto temor que el deseo murió. 

 

A Angélica la sorprendió ver que, repentinamente, a mitad de sus fervientes caricias, Alejandro languidecía. Sintió desprecio. Tenía poca experiencia para pensar que eso puede ocurrirle a cualquier hombre en determinadas circunstancias, de manera que no hizo nada para reanimarlo. Se quedó bocarriba, viendo hacia el techo. 

Luego Alejandro la besó en la boca y eso la hizo disfrutar. Le levantó el ligero vestido, miró sus piernas juveniles y le bajó las ligas. La visión de las medias, que descendían enrollándose, y de las braguitas blancas que llevaba Angélica… de la pequeñez del sexo que sentía bajo sus dedos, volvió a excitarlo, produciéndole enormes deseos de poseerla y de violentar aquel cuerpo tan entregado y húmedo. 

 

Empujó su poderoso sexo dentro de ella y sintió su estrechez. Eso le encantó. 

Como si fuera un capullo, el sexo de la mujer lo envolvió, suave y tibiamente. 

 

Alejandro sintió que su vigor y potencia habituales volvían.  En cada movimiento de Angélica, adivinaba dónde  quería que la tocara.  La abrazo, le cubrió las pequeñas nalgas redondas con sus manos calientes y uno de los dedos rozó el orificio. Ante este contacto, ella dio un salto pero no dijo nada. 

 

Alejandro esperaba su voz, una voz de aprobación o de aliento, pero de Angélica no salía el más mínimo sonido. 

 

Alejandro escuchaba atentamente mientras seguía abriéndose paso dentro de ella. Luego se detuvo, retiró un poco el pene y, con sólo la punta, trazó círculos alrededor de la abertura del pequeño sexo rosado. Angélica le sonrió y se abandonó a la sensación, pero seguía sin abrir la boca.

 

¿No estaba disfrutando? 

 

¿Qué le hacía Juan para arrancarle aquellos gemidos de placer? 

 

Alejandro probó todas las posiciones. La levantó, atrayéndola, por la mitad del cuerpo. Se puso de rodillas para producirle más placer.. pero Angélica no decía nada. Le dio la vuelta y la tomó por la espalda. Sus manos le recorrían todo el cuerpo. Ella jadeaba y se deshacía, pero en silencio. Alejandro le frotó ambos orificios, le acarició los pequeños pechos, le mordió los labios, le besó el sexo, le introdujo el miembro con violencia y, luego, suavemente; lo revolvió y agitó dentro de ella… pero Angélica se mantuvo en silencio. 

—Dime cuándo quieres, dime cuándo quieres que termine —dijo Alejandro con desesperación. 

 

—Termina ya —dijo ella con la voz entrecortada y ansiosa, como si estuviera esperándolo. 

 

—¿Terminamos juntos? — preguntó Alejandro, lleno de dudas. 

 

—Sí —dijo ella. 

 

Pero el silencio de la joven le produjo inseguridad. A Alejandro se le fueron todas las ganas de llegar al orgasmo, de gozarla. Su deseo había muerto dentro de ella. 

 

Una expresión de frustración inundo los ojos de la jovencita. 

 

—Supongo que no te resulto tan atractiva como otras mujeres.

 

Alejandro se sorprendió. 

 

—Claro que me resultas atractiva, pero no parece que disfrutaras y eso me inhibe. 

 

—Yo estaba disfrutando — Claro que disfrutaba. Sólo que tenía miedo de que llegara Juan y me oyera. Pensaba que si él llegaba y nos encontrara aquí era mejor que creyera que me estabas tomando por la fuerza. Pero si hacía ruido se iba a dar cuenta de que estaba gozando y eso le dolería.  Él siempre me dice: 

 

Si te gusta… si te gusta, dilo.  Habla, grita, ¿no te gusta? Te da gusto, disfrutas; disfrútalo, entonces.  Dime ¿qué sientes? ¿Cómo lo sientes? 

 

Yo no sé decirle qué siento, pero me hace gritar y eso lo pone más caliente y lo excita.

Juan hubiera debido adivinar lo que pasaba entre Alejandro y Angélica en su ausencia. Pero no creía que a Alejandro le interesara de verdad, porque ella era demasiado infantil. 

 

Se llevó una gran sorpresa cuando, al volver, encontró que Angélica se había quedado y que Alejandro estaba dispuesto a consolarla. Alejandro disfrutaba comprándole ropa. La acompañaba a las tiendas y esperaba mientras se probaba las cosas en los pequeños vestieres. Le gustaba ver por los resquicios de las cortinas mal cerradas, no sólo a Angélica y su cuerpo infantil deslizándose fuera y dentro de los trajes, sino también a otras mujeres. Se sentaba tranquilamente en una silla, frente a los vestieres, y fumaba. Alcanzaba a ver hombros, espaldas desnudas, piernas… que aparecían y desaparecían detrás de las cortinas. Y la gratitud de Angélica por los regalos adoptaba una forma de coquetería sólo comparable con los gestos de las artistas de striptease. Casi no esperaba a estar fuera de la tienda para pegarse a él mientras andaban. 

 

—¡Mírame!—. ¿No es hermoso? —decía. Y sacaba los pechos provocativamente. 

 

Apenas se subían al taxi, Angélica quería que Alejandro sintiera el encaje, que tocara los botones, que le apretara el escote. Exponía el cuerpo con sensualidad, para ver cómo se le ajustaba el vestido.  Acariciaba la tela como si fuera su propio cuerpo. La misma ansiedad que parecía haber sentido por ponerse el vestido, parecía tener luego por quitárselo, por entregárselo a Alejandro, por arrugarlo, porque él lo bautizara con su deseo. Y cuando al fin llegaban a casa, quería encerrarse en la habitación, para que él se apropiara del vestido tanto como se había apropiado de su cuerpo, no contentándose hasta que, entre coqueteos, caricias y revuelos, Alejandro sentía la urgencia de arrancarle la ropa. 

Pero ella no caía en brazos de Alejandro, sino que daba vueltas en el cuarto en ropa interior, cepillándose el pelo, empolvándose la cara y comportándose como si no quisiera seguir desnudándose, como si Alejandro tuviera que conformarse solo con verla, tal como estaba. 

 

Se ponía los zapatos de tacón alto, las medias, las ligas… y la carne brotaba entre las medias y las braguitas, y también entre la cintura y el pequeño sostén. Una vez, Alejandro intentó desnudarla. Pero sólo consiguió soltarle el sostén y de nuevo escapó de sus brazos y se puso a bailar. Dijo que quería enseñarle todos los pasos que sabía, mientras Alejandro admiró su ligereza. La cogió al pasar, pero no pudo tocarle las bragas. Sólo le permitió quitarle las medias y los zapatos. Y oyeron entrar a Juan. 

 

Angélica salió de un salto del cuarto de Alejandro y fue corriendo a recibirlo. Juan la vio lanzándose a sus brazos, desnuda y en bragas. Luego vio a Alejandro, que la persiguió furioso por haberse quedado sin la última recompensa. Furioso porque de que ella prefiriera a Juan.

 

Juan comprendió, pero no sentía ningún deseo por Angélica. Quería librarse de ella. La rechazó y los dejó solos. Entonces Angélica se volvió hacia Alejandro, y él intentó calmarla. Pero ella furiosa se puso a hacer las maletas y a vestirse, para dejar el apartamento. Alejandro le cerró el camino, la arrastró a su cuarto y la arrojó sobre la cama. Esta vez tenía que poseerla. La lucha era agradable, deliciosa, excitante; el roce de su traje rugoso contra la piel de ella, de sus botones contra los blandos pechos, de los zapatos contra los pies desnudos. En medio de esta mezcolanza de dureza y blandura, de frialdad y calor, de rigidez y complacencia, Angélica vio por primera vez al maestro que había en Alejandro. Y él se dio cuenta. Le arrancó las bragas, dejando al descubierto su jugosidad.

Y entonces lo invadió el diabólico deseo de hacerla sufrir. Sólo le metió un dedo, y lo movía. Angélica se retorcía de excitación. Luego él cogió su pene erecto y lo estuvo acariciando, procurándose todo el placer que eso le daba, utilizando a veces sólo dos dedos alrededor de la punta, a veces toda la mano, y Angélica presenciaba todos sus gestos, cada contracción y cada expansión. Era como si tuviera en la mano un pájaro palpitante, un pájaro cautivo que trataba de saltar hacia ella, pero que Alejandro retenía en nombre de su exclusivo placer. Ella miraba fijamente, fascinada, el miembro erecto de Alejandro. Acercó la cara. Pero él se negó; aún tenía fresco el enfado de que hubiera salido de la habitación para ir al encuentro de Juan. Angélica se puso de rodillas. Aunque le palpitaba la entrepierna, ella quería solo besarlo. Pensaba que solo así podría satisfacer su deseo. Alejandro la dejó arrodillarse. Y con la mano se lo ofreció cruelmente a la boca de Angélica, pero no dejó que ella lo tocará. Siguió masajeándolo, disfrutando furiosamente con sus propios movimientos, como si dijera:    «No te necesito.»

 

Angélica se arrojó a la cama y se puso histérica. Sus gestos desenfrenados, la forma de aplastar la cara contra la almohada para no seguir viendo cómo Alejandro se acariciaba, el arco de su cuerpo tendido levantándose, todo excitaba aún más a Alejandro. Pero él siguió sin entregarse. En lugar de eso, puso su cara entre las piernas de ella. Angélica cayó de espaldas y se fue poco a poco apaciguando, entre murmullos y gemidos sofocados. La boca de Alejandro recogía la espuma fresca de la entrepierna de Angélica, pero sin permitirle llegar al clímax de su placer. La atormentaba. 

 

El pelo de Alejandro caía sobre el vientre de Angélica y la acariciaba. La mano izquierda alcanzó uno de los pechos. Angélica yacía casi desmayada. Ahora Alejandro sabía que, aunque entrara Juan, Angélica no lo dejaría. Aunque Juan le hiciera el amor, ella ni siquiera se daría cuenta. Estaba totalmente sometida al conjuro de los dedos de Alejandro, disfrutando del placer que él le proporcionaba. 

 

Cuando al fin el sexo caliente y erecto de Alejandro rozó el punto blando de su cuerpo, Angélica tembló, fue como si la quemara. Alejandro nunca le había visto el cuerpo tan abandonado, tan inconsciente de todo lo que no fuera el deseo de ser tomada y satisfecha.   Angélica floreció bajo sus caricias, pero no la jovencita, no. Sino la mujer que acababa de nacer.

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