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        Ana era una mujer casada. Una tarde parisina, bajo la luz del atardecer del puerto, conoció a Marcel. Marcel llegaba siempre al barco con sus ojos azules llenos de sorpresa, admiración y reflejos, como el río. Ansiosos, ávidos, desnudos. Por encima de la mirada ingenua y absorbente caían unas cejas salvajes como las de un nativo africano. Ese salvajismo quedaba acentuado por la luminosidad de la frente y lo sedoso del cabello. También el cutis era frágil y la nariz y la boca vulnerables y transparentes, pero de nuevo las manos de campesino, como las cejas, atestiguaban su fuerza. En su conversación predominaban el delirio y su afición al análisis. Todo lo que le agradaba, todo lo que caía en sus manos a cualquier hora del día despertaba en él un comentario. Desmenuzaba las cosas. No podía besar, desear, poseer, gozar sin un inmediata reflexión. Planeaba sus movimientos con antelación. A menudo tropezaba con lo maravilloso y poseía el don de evocarlo. Pero apenas lo maravilloso llegaba a él, lo aferraba con la violencia de un hombre que no estaba seguro de haberlo visto y vivido, y que tardaba en convertirlo en realidad.  

Ana disfrutaba de su personalidad influenciable, sensible y muy porosa.  Precisamente antes de que hablara, cuando parecía un animal muy suave o muy sensual, cuando su dolencia no era perceptible. Parecía flotar como el barco, sin amarras. Vagabundeaba, andaba de un lado a otro, exploraba. Encontraba la perfección en todas las cosas.

Existe en todas las cosas una perfección que no puede ser captada. En los fragmentos del mármol cortado, en las piezas de madera gastada. En un cuerpo de mujer que nunca puede ser poseído ni conocido por completo, ni siquiera mediante la relación sexual. 

En ocasiones, me dejaba crecer la barba y parecía un Cristo. Otras veces me afeitaba y tenía el aspecto de un violinista húngaro de feria. Si poseía una identidad, era la del cambio, o la de no ser nada; -la identidad del actor para quien se desarrolla un continuo drama-. 

El río es como una droga. Mis sufrimientos parecen irreales cuando vengo. 

Antes de la guerra, a las cinco, en París, había siempre una corriente de erotismo en el aire; es la hora en que los amantes se encuentran: de cinco a siete, como en todas las novelas francesas. Nunca de noche, porque todas las mujeres están casadas y sólo están libres «a la hora del té», la gran coartada. A las cinco siempre experimentaba yo escalofríos de sensualidad, sintiéndome parte del París sensual. En cuanto la luz disminuía, me parecía que cada mujer iba a encontrarse con su amante y que cada hombre corría al encuentro de su querida.

Cuando Marcel se iba y dejaba a Ana la besaba en la mejilla. La barba le rozaba los labios como una caricia. Un beso que aparentaba ser como el de un hermano pero que estaba cargado siempre de intensidad clandestina. Una vez tuvieron que cenar juntos, en público. Y en un momento de la noche Ana le propuso ir a bailar. Marcel quedó paralizado. Tenía miedo del baile, tenía miedo de tocarla en público. Ana trató de convencerlo para que bailara, pero él no quería. Estaba cohibido y temeroso. Cuando finalmente la tomó en sus brazos, temblaba, y ella gozaba del trastorno que le causaba. Sentía alegría por estar cerca de él, de su cuerpo delgado y alto. ¿Estás triste? le preguntó. Ana.

No estaba triste, sino bloqueado. Todo mi pasado parecía detenerme. No podía dejarme ir. ¡La música era tan salvaje! Sentía como si pudiera inhalar, pero no exhalar. Me sentía violento, forzado. Le pedí que no bailáramos más. Cuando salimos a la fría noche, solo pude hablar de mis miedos. De lo que me paralizaba. Sabía que ella quería al Marcel libre, pero yo era su amante, y en público no podíamos ser libres. 

Esa noche no quiso hablar más. Ana desconsolada invitó a su esposo a pasar la noche con ella en el bote. Marcel los espió. Se puso celoso. Sus ojos azules se oscurecieron en medio de la noche. Al siguiente día la buscó, y cuando estuvieron solos se inclinó y la besó apasionadamente, con furia, su boca grande y plena se bebía la de Ana.  Luego paro y  dijo: ven mañana a verme.

Cuando Ana llegó a su casa, lo encontró vestido como un ruso, un gorro de piel y usaba botas altas de fieltro, negras, que le llegaban casi a las caderas. Su habitación era como la guarida de un viajero, llena de objetos de todo el mundo. Las paredes estaban cubiertas con tapices rojos y la cama con pieles de animales. El lugar era recoleto, íntimo, sensual como las habitaciones de un sueño de opio. Las pieles, las paredes rojo oscuro y los objetos, como fetiches de un hechicero africano, todo resultaba violentamente erótico. Ana hubiera querido acostarse desnuda sobre las pieles, ser tomada en medio del olor a animal y sentirse acariciada por la piel. Marcel la desvistió. Mantuvo su cintura desnuda entre sus manos y se apresuró a explorar el cuerpo de ella. Notó la firmeza de sus caderas.

Por primera vez, una mujer real. Han venido muchas, pero por primera vez hay aquí una mujer real, alguien a quien puedo adorar. 

Al estirarse Ana en la cama, le pareció que el olor, el tacto de la piel y la bestialidad de Marcel se combinaban. Los celos habían roto su timidez. Era como un animal, ansioso de sensaciones, de todas las formas de conocerla. La besó con vehemencia, le mordió los labios... Se acostó sobre las pieles, besándole los pechos y acariciándole las piernas, el sexo... las nalgas. Luego, en la penumbra, avanzó sobre ella, ofreciéndole su sexo en la boca. Ana sintió  cómo lo aferraba suavemente con sus dientes mientras él lo empujaba adentro y afuera.  Marcel la observaba y  acariciaba con sus manos por todo su cuerpo, y sus dedos entrando aquí y allá, intentando conocerla, retenerla. 

Ana puso sus piernas sobre mis hombros, bien altas, para que pudiera sumergirme en ella y verme al mismo tiempo. Quería verlo todo. Quería ver cómo mi miembro entraba y salía, brillante, firme, grande. Se levantó sobre sus dos puños, para ofrecer más y más su sexo a mis embestidas.  Luego, la volteé me puse encima como un perro, empujándola desde atrás, con las manos sobre sus senos, acariciándole y presionando al mismo tiempo. Yo era incansable. No quería llegar aún al orgasmo. Ella intentaba esperarme, pero yo lo retrasaba una y otra vez. Quería demorarme, sentirme infinitamente sumergido en su cuerpo, excitarme sin fin... 

¡Vente ya, Marcel, Vente ya! me gritaba con una voz ahogada.

Entonces empecé a empujar con violencia, moviéndome con ella en la naciente cúspide del orgasmo; luego grité y su placer llegó casi al unísono. Le dije que ella tenía el ritmo perfecto para mí.  Las mujeres suelen ser demasiado rápidas, y eso me da miedo. Ellas experimentan su placer y a mí me asusta continuar. No me dan tiempo de sentirlas, conocerlas, alcanzarlas, y me intranquiliza cuando ellas terminan, y yo no he gozado. Pero Ana era lenta, igual que yo.

Después de alcanzar el orgasmo, Ana, permaneció de pie junto a la chimenea, hablando. Marcel deslizó su mano bajo su falda y empezó a acariciarla de nuevo. De pronto, se cegaron otra vez de deseo.  Ana, abrió sus piernas, exponiendo su sexo mientras mantenía los ojos cerrados, se abandonó a las caricias de Marcel, sintiendo cómo él movía su mano. Su fuerte mano campesina le agarró el trasero.

Levántate el vestido. 

Ella se apoyó en la pared, moviendo el cuerpo hacia arriba, alzando el cuerpo contra el suyo. Marcel colocó su cabeza entre las piernas de Ana, enterrándose entre sus nalgas y lamiéndole el sexo hasta que la puso húmeda otra vez. Entonces tomó su pene,  llevo a Ana contra la pared. Y su miembro endurecido y erecto como un taladro empujaba y arremetía dentro de ella... y ella quedó de nuevo toda mojada, derretida en esa pasión campesina. 

 

Resulta extraño cómo el carácter de una persona se refleja en el acto sexual. Si uno es nervioso, tímido, torpe y temeroso en el acto sexual se comporta del mismo modo. Si uno está relajado, el acto es gratificador. 

Yacíamos sobre las pieles. En la penumbra de la habitación le hablé de las fantasías eróticas que había tenido y de lo difícil que resultaba satisfacerlas. Siempre había deseado una mujer que llevara gran cantidad de enaguas, para tenderme debajo y mirar. Recordaba que eso era lo que había hecho con mi primera niñera: fingiendo que jugaba, le miré bajo las faldas. No había podido olvidar la primera excitación causada por una sensación erótica. 

Entonces Ana dijo: Bueno, pues yo lo haré. Hagamos todo lo que hemos querido hacer o hemos querido que nos hagan. Tenemos todo el derecho a hacerlo, somos amantes. Ana se vistió para él. Hizo todo lo que él quiso.  Se fue para la otra habitación, se puso varias faldas que él había traído de Grecia y España, una encima de otra. Marcel yacía en el suelo. Ana entró al cuarto, y cuando él la vio, se ruborizó de placer. Ella se sentó en el borde de la cama.

 Ahora, ponte de pie –dijo Marcel. Y ella sumisamente le obedeció. 

Estaba echado en el suelo y miraba por entre sus piernas, bajo las faldas. Las separé un poco con las manos y ella se quedó ahí, tranquilamente, con las piernas separadas. Lentamente, empezó a bailar como había visto que hacían las mujeres árabes, encima de mi cara, agitando despacio las caderas. 

Yo empecé a morderla  y a besarla, hasta que ella me detuvo. 

Besó mi pecho, mi vientre, me produjo placer con su boca pero sin dejarme  estallar. Espera - me dijo. Salió y regresó con un nuevo vestuario: totalmente desnuda y con las  botas negras altas. Empezó a darme todo tipo de órdenes. Y eso me excitaba cada vez más. 

 

- Ve y tráeme un hombre guapo. Quiero que veas cómo me toma. Te lo ordeno. Dijiste que harías lo que te pidiera. - 

Marcel se levantó y salió corriendo. Al cabo de una media hora regresó con un vecino, un ruso muy apuesto. Marcel estaba pálido.  El ruso gozaba con la imagen de Ana. Marcel ya le había contado lo que estaban haciendo. El ruso la miró y sonrió. Ana no tuvo necesidad de excitarlo. Cuando se le acercó, ya el ruso estaba endurecido, lo estaba a causa de las botas negras y la desnudez. Ana se entregó al ruso, susurrándole al oído: 

Haz que dure, por favor, que dure.

Yo sufría y ella gozaba del ruso, que era corpulento y vigoroso, y que resistía mucho tiempo. Mientras los observaba, me tocaba mi miembro erecto para acercarlo a su boca, pero ella me detenía… 

-No es tu momento, me dijo. 

El ruso siguió y siguió hasta consumar su placer. Tras el orgasmo, quiso permanecer con nosotros pero yo le pedí que se retirara. 

Eso fue cruel. Tú sabes que te amo. dijo Marcel. 

Fue cruel, fue muy cruel. Pero te excitó.  Lo vi en tus ojos.  dijo Ana.  

Es verdad.  Pero también me ha hecho daño. Yo nunca te haría algo semejante.  Es mi turno.  Quiero que hagamos el amor mientras miras por la ventana, mientras la gente te saluda. Quiero tomarte por detrás y que nadie pueda darse cuenta de lo que estamos haciendo. 

La puse de pie junto a la ventana. Me pare tras ella. La gente podía vernos desde las otras casas. Así que no podíamos manifestar ningún signo de excitación, pero gozábamos. La gente nos veía, pero pensaba que, sencillamente, estábamos allí mirando la calle. Sin embargo, estábamos gozando de un orgasmo como hacían las parejas en los portales y bajo los puentes, por la noche, en todo París. Antes de la guerra.

Cuando se declaró la guerra las mujeres lloraban solas por las calles.  El esposo de Ana tuvo que ir al frente, y Marcel desapareció por un tiempo.  Ana estaba  solitaria y triste, alejada del placer y de la sensualidad.  Pero al terminar la guerra, volvieron a encontrarse con Marcel. Ahora él estaba frío como la noche. La guerra había apagado la llama de aquel hombre. Hablaron entonces un rato. Y él con melancolía en la voz le preguntó si alguna vez había sido un buen amante. 

Fuiste un buen amante, Marcel. Me dijo. Me gustaba la manera en que me agarrabas las nalgas; las sujetabas con firmeza, como si te las fueras a comer. Me gustaba como tomabas mi sexo entre tus manos, tan decidido, tan masculino. Tienes algo de hombre de las cavernas. 

¿Por qué las mujeres nunca le dicen esas cosas a los hombres? 

¿Por qué las mujeres hacen un secreto y un enigma de todo esto? 

Creen que destruyen su misterio, pero no es cierto. Hay demasiados misterios… y los misterios producen placer. 

Ahora la guerra terminó y murió mucha gente sin saber nada, porque tiene la lengua atada para hablar de sexo. Eso es ridículo. 

Ana empezó a contarme todas sus aventuras, El hombre en el metro y sus manos debajo del gabán, la jovencita del bar con la que exploró su feminidad, el joven árabe y su enorme miembro... Sentí nuevamente que un fuego húmedo subía de mi sexo a mis ojos  y enardecí de celos. Me la llevé a la fuerza a un baile en un patio al aire libre. La banda de jazz, procedente de la Martinica, despedía más calor que la noche de verano. Esto acabará en una orgía –profetizó Ana. De repente apagaron todas las luces.  Yo estaba en éxtasis, agarrándola con fuerza como si fuera a romperla, inclinándome sobre ella, con mis rodillas entre las suyas y mi pene erecto. Durante los cinco minutos de oscuridad la gente sólo tuvo tiempo de darse una ligera fricción. Cuando las luces volvieron, todo el mundo tenía aspecto turbado. Algunos rostros parecían apopléjicos, mientras que otros estaban pálidos. Yo tenía el cabello en desorden. La atmósfera era sofocante, animal, eléctrica. 

-¡Diez minutos de oscuridad!, gritó el animador… Cuerpos, piernas, muchísimas piernas, todas morenas y tersas, y algunas velludas. Un hombre tenía tanto vello en el pecho, que llevaba una camisa de malla para mostrarlo. Sus brazos eran largos y rodeaban a su pareja como si fuera a devorarla. Una mujer dejó escapar un grito semejante a un gorjeo. Otra comenzó a defenderse. Ana y yo nos apretamos el uno contra el otro y empezamos a movernos. Cerré los ojos. Me tambaleaba de placer. Cuando las luces volvieron, todo el mundo estaba borracho de lujuria, vacilando de excitación nerviosa. Pero ella y yo no habíamos terminado. Vámonos al barco, le dije.

En el río, oíamos aún el ritmo del jazz desde lejos, como un corazón latiendo, como un miembro palpitando dentro de una mujer, el vaivén del agua nos agitaba, nos impulsaba al uno contra el otro, al uno dentro del otro, hasta que llegamos al orgasmo siguiendo el ritmo del jazz.

¡Qué maravilloso verano! Creo que Ana, Marcel y el mundo entero, sabían que esa sería la última gota de placer.    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

         

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