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     Francisco, el pintor, acababa de casarse con Clara, una española de la que se enamoró porque le recordaba su cuadro favorito, la Maja desnuda de Goya.
 

Fueron a vivir a Roma. Clara aplaudió con infantil alegría cuando vio el dormitorio, admirada por los suntuosos muebles venecianos con hermosas incrustaciones de perlas y ebonita.

Sobre la monumental cama construida para la esposa de un duque, la primera noche Clara temblaba de placer, estirando el cuerpo antes de esconderlo bajo las delicadas sábanas. Los dedos sonrosados de sus gordezuelos piececitos se movían como si reclamaran a Francisco. Pero ni una sola vez se había mostrado completamente desnuda ante su marido. 

 

En primer lugar, era española; además era católica; y además absolutamente burguesa. 

 

Antes de hacer el amor había que apagar las luces.

    

De pie junto a la cama, Francisco la miraba con los ojos apretados, dominado por un deseo que dudaba si manifestar; quería verla, admirarla. No la conocía completamente a pesar de aquellas noches en el hotel, cuando oían voces extrañas al otro lado de las finas paredes. Él solo quería verla y lo que pedía no era un capricho de amante, sino el ardiente deseo de un pintor, de un artista. Sus ojos estaban hambrientos de la belleza de la mujer.

Clara se resistió, acalorándose, algo enfadada, ofendida en sus profundos prejuicios.

—No seas tonto, querido Francisco —dijo—. Ven a la cama.

Pero él insistió. Debes superar tus prejuicios burgueses. El arte se mofa de semejante modestia, la belleza humana debe exhibirse en toda su majestad y no permanecer escondida, despreciada.

Las manos del hombre, presionadas por el temor a herirla, apartaron suavemente sus dulces brazos que estaban cruzados sobre el pecho.

Ella se río.

—Eres tonto. Me haces cosquillas. Me estás haciendo daño.

Pero, poco a poco, dejándose seducir por el arte de la adulación, y por el culto que Francisco profesaba a su cuerpo, Clara doblegó su orgullo y se fue entregando, dejándose tratar como una niña, con mansas protestas, como si estuviera sufriendo una agradable tortura.Libre de velos, el cuerpo brilló con la blancura de las perlas. Clara cerró los ojos como si quisiera escapar de la vergüenza de su desnudez.

 

Sobre las tensas sábanas, las graciosas formas embriagaban lo ojos del artista.

—Eres la fascinante y pequeña maja de Goya —dijo Francisco

Durante las semanas siguientes, nunca posó para él ni le permitió tener modelos. Se metía inesperadamente en el estudio y charlaba mientras él iba pintando. Una tarde que entró de repente en el estudio, vio sobre la plataforma de las modelos a una mujer desnuda tendida sobre pieles, mostrando las curvas de su marfileña espalda. Clara le hizo una escena. 

 

Francisco le rogó que entonces ella posara para él, a lo que ella accedió. Agotada por la pasión del momento, se quedó dormida. Él trabajó durante horas sin pausa.

Llena de una ingenua soberbia, se admiró en el cuadro tal como lo hacía en el gran espejo del baño. Deslumbrada por la belleza de su propio cuerpo, por unos instantes perdió la vergüenza. Además, Francisco había puesto al cuerpo una cara distinta, para que nadie pudiera reconocerla.  Por un momento todo fue felicidad.

Pero después Clara recayó en sus viejos hábitos mentales, negándose a posar. Hacía una escena cada vez que Francisco contrataba a una modelo, escuchando y espiando detrás de las puertas, y discutiendo a todas horas.Casi enfermó de ansiedad y temores morbosos, y comenzó a padecer insomnio. El doctor le dio unas píldoras que le provocaban un sueño profundo.

Francisco se dio cuenta de que cuando tomaba las píldoras no lo notaba levantarse, moverse alrededor ni derribar los objetos de la habitación. Una mañana que se despertó temprano con ánimos de trabajar y la vio dormida, tan dormida que casi no se movía, tuvo una extraña ocurrencia.

Apartó las sábanas que la tapaban y, lentamente, fue levantando el camisón de seda. Pudo subirlo por encima de los pechos sin que ella diera la menor muestra de despertar. Cuando estuvo descubierto todo el cuerpo de la mujer, lo contempló tanto rato como quiso. Los brazos estaban suspendidos  al lado del cuerpo; los pechos se extendían ante sus ojos como una ofrenda. Lo excitaba el deseo pero no se atrevió a tocarla. En lugar de eso, trajo papel y lápiz, se sentó junto a la cabecera y estuvo tomando apuntes. Mientras trabajaba, tenía la sensación de estar acariciando cada una de las líneas perfectas del cuerpo de su mujer.

Pudo proseguir durante un par de horas. Cuando observó que pasaba el efecto de las píldoras somníferas, estiró el camisón, la cubrió con la sábana y silenciosamente salió del dormitorio.


Más tarde, Clara se sorprendió al notar el nuevo entusiasmo de su marido por el trabajo. Se encerraba en el estudio durante días enteros, pintando sobre los apuntes a lápiz que hacía por las mañanas mientras ella dormía.


De este modo le hizo varios cuadros, siempre tendida, siempre durmiendo, tal como había estado el primer día que posó. Clara estaba pasmada por la obsesión. Creía que eran simples repeticiones de la primera pose. Francisco siempre alteraba el rostro. Dado que la actual expresión de la mujer era adusta y severa, nadie que viera aquellos cuadros se imaginaría nunca que el voluptuoso cuerpo era el de Clara.


Francisco ya no deseaba a su esposa cuando estaba despierta y lucía la expresión puritana con el ceño fruncido. La deseaba cuando estaba dormida, abandonada, opulenta y apacible.


La pintaba sin respiro. Cuando estaba solo en el estudio con un nuevo cuadro, se tendía frente al cuadro en el sofá y una corriente cálida le recorría todo el cuerpo, mientras sus ojos reposaban en los pechos de la maja, en el valle de su vientre o en el vello que nacía entre las piernas. Se sorprendía con el violento efecto del cuadro. Afloraba una tímida erección. 

Una mañana estuvo delante de Clara mientras ella estaba durmiendo. Había conseguido separarle ligeramente las piernas, para ver en medio. Observando la pose sin limitaciones, las piernas abiertas, Francisco se tocó el sexo con los dedos haciéndose la ilusión de que era ella quien lo hacía. Cuántas veces había conducido la mano de Clara hacia su pene con el propósito de arrebatarle esta caricia, pero ella siempre se había negado y alejado la mano. Ahora él mismo empuñaba su pene con la mano.

Clara comprendió pronto que había perdido el amor del pintor y no supo cómo recuperarlo. Se daba cuenta de que estaba enamorado de su cuerpo, pero sólo cuando lo pintaba.


Se fue al campo, a pasar una semana con unos amigos. A los pocos días cayó enferma y regresó a casa para que la viera su médico. Cuando llegó, la casa parecía desierta. Fue de puntillas al estudio de Francisco. No había el menor ruido. Entonces se llenó de furia imaginando que estaría haciendo el amor con otra mujer.    Se acercó a la puerta del estudio.     Lenta y silenciosamente como un ladrón, la abrió. Y esto fue lo que vio:

En el suelo del estudio había un cuadro de ella; y encima, restregándose contra el cuadro, estaba su marido desnudo, desnudo, con el pelo alborotado y su pene erecto, como ella no lo había visto nunca.

 


Se restregaba contra la pintura, lascivo, besándola y acariciándola entre las piernas. Estaba preso de un frenesí; se revolcaba como nunca lo había hecho sobre ella. A su alrededor tenía los demás cuadros de Clara, desnuda, voluptuosa y bellísima. Les dirigía miradas apasionadas y luego proseguía el imaginario encuentro. Lo que estaba viviendo era una orgía, una orgía con la esposa que en realidad nunca había podido conocer. 

Ante este espectáculo, la propia sensualidad contenida de Clara se incendió, libre por primera vez. Al quitarse las ropas, se reveló una Clara nueva, una Clara iluminada por la pasión, abandonada como en los cuadros. Ofreció su cuerpo sin pudor y sin dudarlo a todos los abrazos de su hombre. Mientras Francisco se botó sobre ella y la tomó por primera vez, ella solo pensaba en robarle el alma a los cuadros. Ella solo quería sobrepasarlos. 

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